Sucede muchas veces -más de las que cabría suponer- en las que el fotógrafo de naturaleza -de fauna en este caso- tiene que desmontar el equipo y cuantos aparejos lleva consigo su trabajo para regresar, tras una agotadora jornada, sin haber tenido la oportunidad siquiera de tomar una sola imagen.
Sin llegar nunca al desánimo, habrá pasado frío o calor en demasía -según la época- y sentirá todo su cuerpo dolorido debido a la rigidez de la postura en su limitado escondite. Incluso no habrá probado bocado -dejándolo para más tarde- con tal de no perder la ocasión -si se presenta súbitamente- de obtener la instantánea deseada. Y ello sin tener en cuenta las necesidades fisiológicas que surgen transcurrido cierto tiempo.
En ocasiones estará lloviendo o quizás nevando… Y podrá presentarse, además, un viento con tal fuerza que amenazará con arrastrar el escondite que le mantiene oculto y en el que -de alguna manera- se encuentra a resguardo de las inclemencias externas.
Pasan las horas lentamente y el fotógrafo deberá afrontar -y vencer- el desaliento que comienza a hacer mella en él… minuto a minuto. Máxime si se encuentra solo y no tiene con quien compartir sus dudas.
Cuando finalmente comprenda que ha llegado el momento de abandonar el lugar -porque las posibilidades han terminado esfumándose- pensará que la fauna salvaje es impredecible en su comportamiento. Y en eso no le faltará razón; pero al mismo tiempo habrá de cuestionarse si el adverso resultado experimentado ese día no habrá sido producto de un posible error propio.
La experiencia obtenida en estos casos, unida a su inagotable tenacidad, le llevará a intentarlo las veces que fuere preciso hasta obtener las imágenes que con tanto ahínco persigue. En ello se basa el verdadero espíritu del fotógrafo naturalista.
Texto y fotos propiedad del autor
Francisco Martínez Romón
fmromon@gmail.com
De la serie «Mis Cuadernos de Campo»