La primera noche, de las tres que pernocté durante mi estancia en la Reserva Biológica “Campanarios de Azaba”, apenas sí dormí unas horas; y no por insomnio, sino por el relajante, a la vez que obsesivo, placer de respirar la fresca y suave fragancia que se colaba a través de la ventana abierta de mi habitación, mientras contemplaba, incansable, el luminoso centelleo de las estrellas en aquella espléndida noche de primavera.
Al mismo tiempo, en mi mente se agolpaban las imágenes vividas horas antes en este espacio natural del Oeste Ibérico, en el que no se aprecia degradación alguna y donde fauna y flora se desarrollan al amparo de estrictas medidas proteccionistas.
Y a mayor gloria del entorno, la lluvia caída días antes había contribuido a revitalizar los campos y la dehesa aparecía ahora poblada de una vigorosa y multicolor capa de flora silvestre que, con fuerte aroma a lavanda y camomila, engalanaba a su capricho el paisaje seduciendo inevitablemente los sentidos.
Durante mi recorrido a pie por este singular paraje natural, fui descubriendo rincones tan bucólicos que me hicieron recordar la Arcadia, aquél lugar imaginario creado y descrito por pintores y poetas en época romántica, donde siempre reinaba la felicidad, la sencillez y la paz…, un entorno idílico en el que el hombre vivía en perfecta y constante simbiosis con la naturaleza.
En ese sentido, cabría subrayar la meritoria labor emprendida por la Fundación Naturaleza y Hombre —propietaria de esta reserva biológica ubicada en el salmantino Campo Charro— y que tiene como objetivo principal detener el deterioro progresivo que sufre el medioambiente y hacer de la finca “Campanarios de Azaba” un modelo de espacio natural protegido en el que —sin rehuir la presencia humana— dar refugio, reposo y alimentación, al tiempo que permitir la cría, a las especies faunísticas que habitan esta vasta zona ubicada en el límite de la frontera luso-española.
Para lograr dicha meta, este organismo privado se propone, entre otras medidas no menos relevantes, la realización de labores de investigación científica que alcancen a identificar cualquier problema que pudiera afectar negativamente a este proyecto medioambiental y ponerle pronta solución. Un trabajo sumamente plausible que merece todo el apoyo requerido.
Siguiendo mi recorrido por la finca, hallé un ejemplar de encina que por su esbeltez llamó poderosamente mi atención, ante cuya magnífica estampa me recreé observando su amplia figura mientras calculaba su antigüedad. Por la información que posteriormente obtuve, supe que este, y otros similares que se distribuyen por la finca, superaba los trescientos años, lo que supone remontarse a la época en que reinaba en España el primer Borbón: Felipe V.
Dichas especies arbóreas son auténticas joyas vegetales que enriquecen con su presencia el entorno natural en el que hunden sus raíces y merecen, por derecho, todo nuestro respeto y dedicación para que sigan perdurando hasta tanto la propia naturaleza se lo permita.
Estos pensamientos fluían como un río por mi cabeza mientras, en el exterior, el cielo comenzaba a clarear y un pálido resplandor invadía mi habitación anunciando la llegada del nuevo día. Apenas me quedaba tiempo para descansar, ya que pronto habría de levantarme para acudir a fotografiar las diversas aves carroñeras que frecuentan la finca, por lo que decidí firmemente ponerme en manos de Morfeo y dejar que me venciera el sopor del que es portador, aunque solo fuera por unos pocos minutos.
Si bien hubiera preferido un día primaveral menos soleado y caluroso, debo reconocer que el fotógrafo de naturaleza tiene que aceptar, y afrontar, lo que en ese momento toque. Por lo tanto, me centré únicamente en aquello que había ido a hacer… dejando a un lado lo relativo a las condiciones atmosféricas del momento.
Poco tuve que esperar para tener a foco al primero de los comensales en el festín: el cuervo (Corvus corax), el cual actúa como reclamo para atraer al resto de especies carroñeras al lugar del festejo mediante los reflejos que produce su brillante plumaje negro.
El cuervo común posee una inteligencia muy desarrollada y a su conveniencia dirige a los buitres hasta la carroña para que con sus acerados picos desgarren la dura piel del animal muerto, facilitándole así el acceso a las partes blandas del interior en las que el córvido degustará su parte de ración.
Y así ocurrió también en esta ocasión… cuando aparecieron en el cielo los primeros invitados a la comilona.
Era el momento del milano real (Milvus milvus), cuyo vuelo ofrece siempre el espectáculo de su absoluta destreza en el aire, donde pude observarle realizando armoniosos y elegantes vuelos de planeo antes de posarse en tierra para participar en el ágape. Su envergadura alar llega a alcanzar los 170 centímetros y posee un plumaje predominantemente rojizo, lo que le distingue de su pariente, el milano negro (Milvus migrans).
La llegada de los buitres —principales anfitriones en el banquete no se demoró por mucho tiempo, pudiendo verse en las alturas su majestuosa e impactante silueta, presagiando un pronto y aparatoso aterrizaje.
Estas formidables aves necrófagas que visitan la reserva biológica en la que me encontraba proceden de la vecina sierra de Gata —a unos 80 kilómetros de distancia—, donde tienen instalados sus nidos y a los que regresan diariamente tras sus salidas exploratorias en busca de alimento.
El amigo cuervo —que como un faro desde la costa emite señales de luz en la noche para aviso de navegantes— consiguió una vez más, con el reflejo de sus plumas, llamar la atención del grupo de buitres que, desde gran altura, sobrevolaba la zona.
En pocos segundos, una numerosa bandada de estos majestuosos carroñeros comenzó a descender en vuelo picado —con enorme estruendo y fuerte batir de alas— para quedar posados en los alrededores antes de dar comienzo al festejo, porque los buitres tienden a observar sin prisas el entorno y analizar cualquier circunstancia que les pueda parecer extraña o anómala antes de entrar a hincarle el pico al cadáver en cuestión.
Cuando lo consideraron oportuno, se lanzaron uno tras otro en tropel sobre la presa inerte, dando por inaugurado el festín y, con ello, el gran espectáculo que supone observar a estas enormes aves necrófagas disputándose su parte en el banquete.
La exhibición de fortaleza entre los distintos miembros que participan en estos ágapes está siempre presente mediante el permanente agitar de alas acompañado de grotescos saltos, en un intento por imponer su autoridad y obtener ventaja en el reparto; pero ahí acaba lo que podría parecer una agria disputa. Al término de la comilona, quedará alguna pluma suelta por el terreno… y nada más.
Su proximidad al objetivo de mi cámara, en este caso, me permitía obtener primeros planos y fijarme con precisión en su anatomía, que resulta ciertamente impresionante; sobre todo la que caracteriza al buitre leonado (Gyps fulvus), de cuello largo y desnudo de plumas, cubierto tan solo por un corto plumón. Además, está su penetrante mirada… con unos ojos cuya aguda visión es capaz de distinguir desde gran altura cada palmo de la amplia extensión que sobrevuela.
Son también a tener en cuenta las enormes garras de que dispone, aunque estas solo le sirvan para caminar o posarse y no para sujetar presas, ni siquiera para transportar una pequeña rama, lo que siempre hará sirviéndose del robusto pico con el que la naturaleza le ha dotado y que utiliza, asimismo, para rasgar la piel y acceder al interior del animal muerto.
En estas carroñadas es habitual la compañía del buitre negro (Aegypius monachus), de altivo porte y que, a diferencia de su pariente antes mencionado, elige las copas de los árboles del bosque mediterráneo —como el pino, la encina o el alcornoque— para instalar el nido, en lugar de las altas paredes rocosas como tiene aquel por costumbre.
Como el anterior, dispone igualmente de un poderoso pico con el que destroza los tejidos más duros del cadáver, así como los cartílagos y tendones, que prefiere en lugar de las vísceras y que deja para los demás necrófagos.
Dichas observaciones me tenían con la mirada fija en lo que sucedía frente a mi escondite —retirado el ojo del visor de la cámara— cuando, inesperadamente, entró en escena un zorro que, desafiando a los buitres, se disponía a arrebatarles una parte del suculento pastel.
Apenas sí tuve tiempo de tomar fotografías de este sorprendente acontecimiento, porque duró escasos segundos… lo que tardaron los buitres en echarle de allí tras un primer momento de escaramuzas y confusión. La desventaja, en este caso del raposo, era evidente.
El zorro (Vulpes vulpes) es un cánido omnívoro que incluye en su dieta diaria, principalmente, desde conejos, aves y pequeños roedores hasta insectos y vegetales diversos. También se alimenta de carroña llegada la ocasión… Pero lo verdaderamente insólito es que llegue a enfrentarse a un considerable grupo de buitres —como hizo este valiente raposo— empujado por la necesidad de saciar su apetito.
Una vez que el festín se da por concluido, porque de la carroña no quedan sino los huesos, estas aves necrófagas tardan horas en volver de nuevo a emprender el vuelo ya que sus pesados buches se lo impiden, aprovechando este tiempo en arreglar los deterioros sufridos en el plumaje y extender después las alas al sol.
Satisfecho con el trabajo de campo realizado —e instalado cómodamente en la terraza de la residencia de esta reserva biológica—, reconstruyo cada momento vivido en Campanarios de Azaba y escribo mis notas en el cuaderno para evitar que nada quede inevitablemente en el olvido… mientras veo caer la tarde al tiempo que disfruto de la tranquilidad y el silencio que invade la finca.
Participo de estos plácidos instantes en compañía de Copito, una simpática y joven raposa que, confiada, se acerca hasta mí en busca de un poco de comida a sabiendas de que su libertad, aquí, no corre peligro alguno. Y sin apenas darme cuenta, llega la noche y el cielo vuelve a cubrirse con un manto de rutilantes estrellas… Respiro profundamente y me retiro a descansar con el corazón henchido de placer.
Durante mi viaje de vuelta, tuve la grata sensación, por la experiencia recién vivida, de estar regresando del paraíso, o mejor dicho… de la Arcadia.
Con mi cordial y sincero agradecimiento a Diego Benito Peñil, ingeriero forestal responsable de conservación en la finca “Campanarios de Azaba”, con quien tuve la oportunidad de compartir amenos momentos y cuya información supuso para mí una valiosa ayuda.
Texto y fotos propiedad del autor.
Francisco Martínez Romón
De la serie “Mis Cuadernos de Campo”